Traigo aquí la traducción de Andrés Catalán
–ofrecido en su blog– de este magnífico artículo del poeta Charles Simic aparecido en The New York Review of Books, August 21, 2012. Espero que lo disfruten tanto como yo.
LOS POETAS Y EL DINERO
Charles
Simic

TIM PARKS
¡Estupendo! Me dije tras
leer esto. El mundo se va a la mierda, pero nosotros los poetas tenemos algo
que esperar. Nunca nos hicimos ricos en el pasado y no veremos un céntimo en el
futuro. A pesar de las leyes de copyright, la mayoría de nuestros poemas está
disponible gratuitamente para millones de personas en Internet y, en esta
época de atenciones breves, la poesía podría acabar siendo la única literatura
que la gente lea. Cuando no queden librerías y las bibliotecas hayan sido
clausuradas, los enamorados que necesiten un estímulo amoroso adicional tendrán
que alcanzar sus iPhones y encontrar un poema adecuado para la ocasión y
leérselo el uno al otro. La fuerza de la poesía procede de tales usos
prácticos. Todo el mundo ha oído lecturas de poemas en bodas y funerales, pero sospecho
que nadie ha intentado jamás utilizar un capítulo de una novela o un cuento en
esa clase de reuniones. Con razón los escritores y los intelectuales en líneas
generales desdeñan tanto la poesía. Los poetas trabajan a cambio de nada, dice
Tim Parks. En otras palabras, producen poemas de la misma manera que una fábrica
ilegal en el tercer mundo produce juguetitos baratos.
Aún más exasperante: la
mayoría de poemas son breves. Da la impresión de que llevó absolutamente nada
de tiempo el escribirlos. Como mucho diez minutos. Escribir una novela de
seiscientas páginas lleva años. Acudes a tu escritorio y trabajas cada día de
la misma manera que un minero acude a la mina y te sientes igual de exhausto
después. Por supuesto, esa clase de trabajo debe ser ampliamente recompensada.
Un poeta se asoma por la ventana a
mirar caer la lluvia, o contempla el mechón de pelo de su antigua amada,
garabatea algo en un pedacito de papel y da por concluido el día. Lo más
escandaloso de la poesía es que los poemas compuestos de una manera tan
displicente acaban en antologías que nuestros hijos deben estudiar en el
colegio. No solo eso, sino que quizá acaben enamorándose de ellos, los
memoricen, e intenten imitar alguno. "¡La poesía ha muerto!", grita alguien alegremente de tanto en cuando, para alivio de los padres y de aquellos
que entre las clases ilustradas jamás leen poesía. No caerá esa breva. Uno
solamente tiene que ver el número de propuestas de poemas que las revistas,
incluyendo aquellas que jamás publican poesía, reciben cada día. Hoy más que
nunca, hay miles y miles de personas escribiendo poesía en este país [EEUU],
algunas de las cuales acuden a uno de los cientos de talleres de escritura que
se ofrecen en las universidades, escuelas y otros lugares, y otras que escriben
por su cuenta, muy probablemente en total secreto y con la más modesta
esperanza de publicar en una revista literaria de cierta reputación y quizá,
finalmente, publiquen un libro que será leído y admirado por colegas poetas y
unos pocos más a los que le importa la poesía.
Un novelista de éxito
puede, con suerte, hacer un buen dineral, de la misma manera que un escritor de
memorias (si él o ella tiene la fortuna de haber tenido una madre que asesinara
al padre del autor frente a sus propios ojos), y un pintor de tercera puede
ganarse la vida bastante bien si una cadena de hoteles o un banco se empieza a
interesar por sus paisajes y sus girasoles, pero pocos poetas logran vivir de
la poesía. Durante los siglos pasados, podían esperar una invitación a cenar de
algún noble refugiado en su castillo para entretener a sus invitados borrachos,
o incluso recibir un trocito de tierra de manos del rey tras escribir una oda a
sus múltiples conquistas y masacres. Pero en los tiempos modernos, con la excepción
de la Unión Soviética de Stalin, la posibilidad de que los poetas puedan
hacerle la pelota a los ricos y poderosos y nadar después en la abundancia ha
sido eliminada. Incluso Robert Frost, que fue inmensamente popular y
ampliamente leído mientras vivió, tuvo que conseguir un trabajo de profesor
para ganarse la vida. En cuanto al resto de nuestros grandes poetas, si nos
remontamos a Whitman o Dickinson, la ganancia conjunta que obtuvieron de la
poesía, si fuera conocida, los haría aún más incomprensibles a los ojos de
muchos americanos de lo que ya lo son.
En un país que ahora
considera el dinero como lo más importante, hacer algo por el simple gusto de
hacerlo no es solamente extraño, sino descaradamente perverso. Imaginen el
horror y la ira de los padres de un hijo o una hija que estaba destinada a la
Escuela de Negocios de Harvard y a una carrera en las finanzas pero que en
lugar de ello desarrolló cierto interés por la poesía. Imaginen las tentadoras
descripciones de las futuras riquezas y el poder que le espera a su hijo
mientras tratan de hacer que reconsidere su decisión. "¿Quién le ha
distinguido a usted como poeta? ¿Quién le ha enrolado en las filas de los
poetas?", le gritó el juez al poeta ruso Josef Brodsky, antes de
sentenciarlo a cinco años de trabajos forzados. "Nadie", contestó
Brodsky. Podría haber estado hablando en el lugar de todos los hijos e hijas
que tuvieron que enfrentarse a la cólera de sus padres.
En cuanto a mí, aún no soy capaz de explicarme realmente cómo me convertí en
poeta, y me he dado ya por vencido. Lo que supe desde el primer momento es que
el dinero nunca tuvo que ver. Solamente una vez lo olvidé e hice el ridículo.
Fue en los primeros 70, cuando tenía un pobre trabajo de profesor en California
y pasaba apuros para mantener a mi mujer y a mi hija. Un día que se suponía que
teníamos que ir a visitar a unos amigos en San Francisco, recibí una carta de
un tipo que estaba poniendo en marcha una revista de arte y que, tras decirme
cuánto le gustaban mis poemas, dijo que le gustaría publicar un par de ellos y
pagarme 600 dólares, pero que los necesitaba ya mismo. Era una suma importante
de dinero en 1972, particularmente para alguien cuyo salario como profesor
asistente en una universidad estatal era bastante lamentable y que generalmente
estaba sin un céntimo, cuyo único salario aparte de ese procedía de pequeñas
revistas literarias que pagaban entre cinco y veinticinco dólares por poema y la
mayoría de las veces nada en absoluto.
El problema es que no tenía
nada en aquel momento que pudiera enviarle. Entré corriendo en casa, agarré un cuaderno
de papel amarillo y un boli, le dije a mi mujer que condujera, y me senté en el
asiento trasero tratando febrilmente de escribir unos cuantos poemas durante el
viaje. El día siguiente cuando llegué a casa, y durante toda la semana, continué
trabajando en ellos con mucho ánimo y total concentración, mientras me pasaba
las tardes discutiendo con mi mujer sobre cómo íbamos a gastarnos la pasta.
Pero una soleada mañana me levanté antes que nadie, me senté en mi mesa y leí en
lo que había estado trabajando, y me di cuenta de que todo era absolutamente falso.
Rompí los poemas apresuradamente con mucha vergüenza y salí a dar un largo paseo
con mi perro.
The New York Review of Books, August 21, 2012
(Traducción de Andrés Catalán)
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